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Alexis Tsipras, el líder rehabilitado

Aunque hace solo cuatro años le veía como un radical populista, Bruselas le ensalza ahora como estadista por la aplicación del rescate y el histórico acuerdo con Macedonia

Tsipras es felicitado tras superar la moción de confianza, este miércoles en Atenas. En vídeo, declaraciones de Tsipras el pasado 10 de enero.Vídeo: L. GOULIAMAKI (AFP) / REUTERS-QUALITY
María Antonia Sánchez-Vallejo

Alexis Tsipras nunca ha perdido el norte, ni la perspectiva, pese a todos los obstáculos que le han salido al paso en cuatro años de mandato, que celebrará —tiene buenos motivos para ello— el próximo día 25. Magullado pero invicto, el primer ministro griego ha superado esta semana una moción de confianza tras la ruptura de su coalición de Gobierno por diferencias irreconciliables acerca del acuerdo con Macedonia, y confía —está seguro— en ratificar dicho acuerdo en el Parlamento, aun con el 70% de la población en contra según el último sondeo publicado. Consciente de que su mandato pasará a la historia por este acuerdo histórico y por evitar el descarrilamiento de Grecia de Europa —sin olvidar la gestión de la mayor crisis migratoria en tiempos de paz en el Viejo Continente—, Tsipras mira al frente, a largo plazo, concentrado en el porvenir y obviando los numerosos baches como simples gajes del ingrato oficio de gobernar. En su manera de ejercer el liderazgo —quién puede dudar ya que es un verdadero líder, ahora que Europa rehabilita su figura—, ha demostrado que poder equivale a templanza, y viceversa.

La reivindicación de su mandato por Bruselas, y el mea culpa entonado esta semana por Jean-Claude Juncker acerca de la excesiva austeridad impuesta a Atenas, han debido de sonarle a música celestial, pero eso ya lo sabía en su fuero interno: que mientras otros ladraban, él cabalgaba. A las sonoras palmadas de la UE puede sumar el apoyo de Washington, por pura necesidad geoestratégica; la forja de alianzas en el Mediterráneo oriental, con Israel y Egipto, o su ambición hegemónica en los Balcanes. Porque, como diría un manual de autoayuda, su resiliencia viene de pensar en grande. Con perspectiva. A largo plazo, aunque el lapso sean los escasos cuatro años de un mandato que casi nadie creyó que sería capaz de culminar.

A cada tropiezo los titulares han pronosticado su caída, especialmente en junio de 2015 cuando, tras cinco meses de diálogo infructuoso con la troika, verse entre la espada y la pared —entre la amenaza del Grexit y el férreo diktat de Alemania, y por ende de Bruselas— le empujó a convocar un referéndum cuyo resultado se convirtió en el primer sapo que tragara. Pese a la sacudida emocional, visceral, de la consulta —el 60% de los votantes, hartos de un lustro de austeridad a martillazos, rechazó los términos del nuevo programa de ayuda—, Tsipras lo tuvo muy claro: no quería pasar a la historia por sacar a Grecia de la eurozona, y muy probablemente de la Unión Europea. Así que se desdijo y, contrito pero responsable, hizo caso omiso de la votación y aceptó los términos —más gravosos que los inicialmente propuestos por la troika— del que se convertiría en el tercer (y último) rescate del país desde 2010. La salida del mismo, en agosto, tras su exitosa conclusión —superávit primario continuado, reducción notoria del paro—, se cuenta entre sus principales logros pese al devastado paisaje, propio de una posguerra, que el rodillo de la austeridad ha dejado en Grecia.

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Nadie daba un euro, pues, por Tsipras, que vivió entonces la fractura de Syriza, su partido, por la defección de un grupo de diputados disconformes con su capitulación, una ruptura que él supo revertir —como ha sucedido con la moción de confianza de esta semana— convocando nuevas elecciones en septiembre para soltar lastre y reiniciar su mandato; un reset con perfil bajo y un punto de amargura. Eclosionaba entonces la crisis de los refugiados, que alcanzaría en marzo de 2016 un punto de no retorno para Grecia: el acuerdo UE-Turquía y el cierre de la ruta de los Balcanes a instancias del grupo de Visegrado convirtió el país en una ratonera para más de 60.000 extranjeros. Pese a las malas condiciones en que sobreviven en algunos hotspots y campamentos, especialmente en invierno, la gestión asistencial del Gobierno —y la abierta solidaridad de la población— ha superado las expectativas en un país abismado en la recesión.

Una sucesión de tropiezos

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El resto de los tropiezos han sido ruidosos pero llevaderos, incruentos, salvo un pavoroso incendio el pasado mes de julio con un centenar de muertos, el episodio más dramático que le ha tocado afrontar. La renuncia —trufada de buenas dosis de venganza— del mediático Yanis Varoufakis del Ministerio de Finanzas. Una tensa relación con la Iglesia, así como con la judicatura, que ha acusado al Gobierno de injerencia en varios casos. Una oposición levantisca que hoy lidera las encuestas de intención de voto pero suscita dudas en Bruselas por su oposición al acuerdo macedonio. El rebrotar de un terrorismo urbano de baja intensidad, inquietante y nihilista. El varapalo del Consejo de Estado griego —máxima instancia administrativa del país—, que tumbó su reforma del sector audiovisual, durante años un auténtico bardal además de búnker de la diaplokí (el embrollo de intereses de grandes empresarios desembarcados en el sector de la comunicación). La lucha contra la corrupción ha sido otro de los emblemas de su mandato.

Que por el camino, hasta lograr la aquiescencia de quienes una vez le vieron como peligroso enemigo populista, haya tenido que abjurar de parte de su programa no empece, o empaña poco, el resultado pese a los miles de votantes decepcionados. Teniendo en cuenta que ha conseguido incluso convencer a Bruselas para revertir el enésimo ajuste de las pensiones, previsto para este año —según algunas fuentes, a cambio de asegurar el acuerdo de Macedonia, y por extensión su entrada en la UE y la OTAN—, tal vez no haya retrocedido tanto, aunque a veces haya parecido que es de los que reculan para coger impulso.

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