BARCELONEANDO
La refugiada que quería ser barcelonesa
En la ciudad hay personas sin lavadora, sin coche, sin televisor; y también las hay sin papeles, como Irina, la joven ucraniana que huía de la guerra y arraigó en el Mediterráneo
Carlos Márquez Daniel
Periodista
Periodista especializado en Barcelona. En 'El Periódico' desde principios de siglo. Los últimos 15 años, dedicados a la información local: movilidad, urbanismo, infraestructuras, política municipal, barrios, área metropolitana y medio ambiente. Colaborador habitual en los programas de televisión 'Planta Baixa' (TV3) y 'Bàsics' (Betevé).
CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA
En Barcelona hay gente sin trabajo, sin pareja, sin coche. Hay personas sin lavadora, sin ascensor, sin televisor, sin móvil. También las hay sin papeles. Este ‘Barceloneando’ habla sobre estas últimas; la historia clandestina de uno de estos ciudadanos que cualquiera puede encontrarse en el cine, el restaurante o el parque sin caer en la cuenta de que se trata, a ojos del Gobierno, de un inmigrante ilegal. Tampoco es que lo lleven escrito en la frente, o que huelan distinto, o que tengan un saludo secreto. También es la historia de una refugiada a la que todo le iba bien hasta que todo empezó a irle mal hace apenas un mes. Cuando, precisamente, pasó a engrosar esa bolsa de seres humanos que transitan por la capital catalana sin documentos. O al menos sin los que la Administración considera que son los buenos. A la protagonista la llamaremos Irina y es ucraniana.
Viene a la cabeza el mantero o el joven subsahariano que hace equilibrismos sobre un carro de la compra con la chatarra que recoge por la ciudad. Es uno de los estereotipos -este, sobre el paradigma de indocumentado- que ha creado el público nativo, como el turista japonés que fotografía hasta las cartas de restaurante o el congresista del ladrillo que aprovecha la estancia y la distancia para catar sábanas aterciopeladas. Irina no casa con esa primitiva imagen mental. Tiene 27 años y un rostro angelical. Es menuda y atlética y aunque lleva solo dos años en España ya habla castellano mejor que Michael Robinson. En casa tiene marido (le llamaremos Viktor, el ‘Jose’ de Ucrania) y un hijo de menos de dos años. Huyeron de su país en noviembre del 2014, después de que el Ejército llamara a filas al esposo, que optó por la deserción porque no tenía cuerpo para matar. Rechazó quitar vidas y esperó tener una nueva en España, donde la familia solicitó asilo. El programa estatal de acogida de refugiados les mandó primero a Valencia (donde nació el pequeño), pero a los diez meses, hace ya un año, recalaron en Barcelona, donde empezaron a arraigar.
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Irina es licenciada en Psicología y Víktor, en Administración de Empresas (otro tópico falso sobre los refugiados: que son pobres y analfabetos). Él logró un empleo en una obra, y ella, en un equipamiento público en el que imparte clases de educación física. El pequeño va a una guardería pública y chapotea una curiosa mezcla de catalán y ruso. Se conoce que les gusta estar aquí. Y justo cuando mejor se encontraban, el Gobierno les ha denegado la carta de refugiado. Fueron a Extranjería para renovar la tarjeta roja, el DNI de los demandantes de protección internacional. La mujer del mostrador les dijo que tenía una carta para ellos. “Nos daban 15 días para abandonar el país”. De ciudadanos de (casi) pleno derecho pasaban a ser una familia sin papeles. Y si se les ocurre volver a Ucrania, tengan por seguro que ese chico va a terminar entre rejas. Se han podido quedar, de momento, porque han presentado un recurso con pocas opciones de prosperar.
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Ella se vino abajo. Lloró mucho porque al margen del peligro de regresar a su país, está lo que han logrado en Barcelona: un piso de alquiler, trabajos precarios pero trabajos al fin y al cabo, nuevos amigos en el barrio, una educación para su bebé y la tranquilidad de que, a no ser que la cosa no se tuerza mucho, aquí nadie les va a obligar a ir al frente.
Cuenta Irina que en el jardín de infancia no saben nada. O lo mínimo: que son de Ucrania. Pero tengan por seguro que saborearán la tostada tarde o temprano, seguramente cuando toque inscribir al nene para el nuevo curso. Al parecer, algunas guarderías públicas hacen la vista gorda, como si ese niño ilegal fuera de Gràcia de toda la vida. Pero no es lo habitual porque se la juegan. Les tocará sacarlo del cole hasta que en noviembre puedan jugar la carta del arraigo, el método más común para poder evitar la expulsión. Basta con acreditar tres años de residencia en España, tener vínculos familiares (una suegra vive en Barcelona) y disponer de un contrato por un periodo no inferior a un año. Pero eso será dentro de nueve meses. Quizás antes llegue la resolución de su recurso. Entonces serán ilegales con todas las de la ley en una ciudad que no sabe que lo son. Ni falta que hace.
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