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Diario de la posverdad: La caída de la ciudad patriótica

Tractores en las protestas ante el 1-O en Barcelona MARGA CRUZ

Lo contaba el otro día el historiador Fernando García de Cortázar en este periódico. Entre las farsas que conforman la leyenda mítica del nacionalismo catalán, una de las más extendidas es la de la caída de la ciudad patriótica en 1714. Es una derrota que miles de catalanes celebran cada año -para el nacionalismo no hay victoria tan dulce como una derrota amarga- en un ejercicio que pretenden expiatorio para los enemigos del pueblo. La operación alcanzó el éxito gracias a la incansable insistencia nacionalista y a otro fenómeno no menos tenaz: ese cristiano sentimiento de culpa de los constitucionales catalanes. Los que oficialmente no comparten la mitología nacionalista acudieron durante años hasta el monumento de Rafael Casanova en Barcelona para dejarle flores y prolongar la farsa. Allí expiaban sus culpas -fueran cuales fueran- con una buena ceremonia del odio basada en insultos, amenazas y algún que otro escupitajo.

Esto también forma parte sustancial del mito. El relato nacionalista estaría incompleto sin la participación de su adorable botifler. Barcelona nunca fue la ciudad patriótica sino todo lo contrario: el insoportable ámbito de libertad cultural e institucional que amenaza la hegemonía nacionalista en Cataluña. Una babilonia hereje y caótica en la que no se puede confiar. Este 21-D, Barcelona puede volver a ser el bastión ilustrado que frene el voraz oscurantismo de la aldea. Sin Barcelona, Cataluña sería un monolito sin fisuras, opaco, pétreo, hecho de superstición. De ahí que la alegoría más perfecta del procés fuera la de una columna de tractores atravesando la Gran Vía para sellar con violencia -la violencia de la barricada- los colegios del pucherazo del 1 de octubre. La capital y «el reguero de poblaciones que la envuelven», como dice García de Cortázar, «han sostenido una ejemplar inmunidad a los berridos de sirena del nacionalismo».

Cataluña es ya la única comunidad que no se ha dotado de una ley electoral propia, algo que resulta sospechoso en un lugar donde lo propio adquiere resonancias sagradas. Es muy sencillo: en la provincia de Barcelona un escaño vale cerca de 50.000 votos mientras en cualquier otra provincia basta con algo más de 20.000 para conseguirlo. La sobrerrepresentación de la Cataluña carlista perpetúa la vigencia de abstracciones tales como nación o pueblo frente al concepto ilustrado de ciudadanía. La batalla del 21-D es en buena medida la batalla de Barcelona, una lucha de la metrópolis por deshacerse de la ocupación rural.